martes, 28 de febrero de 2017

El Paseo


(Tema recomendado para esta lectura) - 1 -

El paso del tiempo y los años de terapia no habían impedido que el vacío que Fernando sentía en su pecho se expandiese como una galaxia en el universo de su ser.

Sentado en su banquito de madera en las penumbras del garaje de su casa, esparció un poco de limpia metales sobre una franela, lustró minuciosamente cada uno de los rayos y llantas de las ruedas y se quedó mirando una foto en blanco y negro pegada en un calendario sobre el 28 de febrero. Mostraba a una mujer sonriente, con un vestido floreado, de pelo negro, largo y lacio; sostenía un carrito de bebé.

Apoyó una esponja en la boca de un frasco de silicona, lo inclinó levemente y dejó que se embebiese casi por completo; con la precisión de un artista recorrió cada milímetro del canto de las cubiertas. Sobre la mesa de trabajo descansaba un enorme moisés de mimbre pintado de blanco que Fernando había mandado a hacer a medida. Lo tomó con las dos manos, lo acomodó en una base de caño cromada y lo fijó con correas de cuero. Entraba perfecto. Miró la hora, buscó un contacto en su celular y llamó.
—María, buenas noches, espero no haberla despertado pero quería confirmar lo de mañana; a las nueve, ¿si?
—Sí, señor Fernando, a las nueve estoy por ahí. ¿Usted está seguro que quiere que yo haga esto?, ¿a esta edad, le parece?
—Sí, María, por favor. Usted sabe lo importante que es esto para mí.
—Está bien, señor Fernando, como usted diga. A las nueve estoy por ahí, entonces.
—Gracias, María, que descanses, un beso.
Ese sábado Fernando se despertó con la salida del sol y ya no pudo dormir más. Se duchó, se afeitó, preparó una mamadera y la dejó sumergida por la mitad en un hervidor con agua caliente. Fue hasta el garage, le dio una última repasada al cochecito con la franela y volvió al comedor en donde se quedó sentado un largo rato mirando alternadamente la hora y la puerta. Finalmente vio la silueta de María a través del vidrio, se levantó y le abrió antes de que tocase el timbre.
—Venga, María, pase, ¿cómo está? —María hizo un gesto de asentimiento cerrando los ojos y apretando los labios.
—Acá está el baño, pase. Póngase esto —le dijo y le dio un vestido con estampado de flores y una peluca.
—La espero en el garage, cámbiese tranquila —agregó mientras señalaba la puerta al final del pasillo.
Fernando caminaba de un lado a otro hasta que María atravesó la puerta. Al verla se dio cuenta que el vestido le quedaba apretado y que ella se sentía incómoda. Le queda hermoso, le dijo; se acercó y le acomodó la peluca que le llegaba casi hasta la cintura.
—Acá está la mamadera para cuando llegue a la plaza, ¿sí?
—Sí, señor Fernando, como usted diga.
—Por favor, no se olvides de las canciones y de mecer el cochecito, ¿si? —María asintió.
—Y no se pare por la calle a conversar con los curiosos, ¿quiere?
—Sí, señor Fernando, como a usted le parezca.
—Y por último, présteme atención. Tenga mucho cuidado al cruzar la calle de la esquina de la iglesia ¿si?
—Claro, Señor Fernando, voy a tener cuidado. ¿Quiere que le cruce por la otra esquina mejor ?
—No, María, tiene que ser ésa.
—Sí, Señor Fernando, como usted diga.
Fernando la abrazó, le dio un beso y mirándola a los ojos le dijo: 'Gracias, María'. Se puso unos lentes de sol y con la ayuda del banco de madera se subió al cochecito, se tapó a la altura de la boca y con voz aniñada le dijo: 'Vamos a pasear’.

2

Pasó un rato buscando una posición que le resultase cómoda. Si bien había mandado a hacer el moisés a medida, su metro ochenta y cinco le impedían estar estirado. Una vez en posición, intentó adivinar por dónde iban y le pareció un juego encantador, aunque no pudiese descifrarlo. El traqueteo arrullador del carrito por la vereda, los sonidos de la calle y las siluetas de los árboles que recortaban el cielo intermitente lo transportaron a su más temprana infancia; se preguntó cómo sería haber ido en brazos de su mamá y se quedó pensando en cómo podría recrear esa experiencia. «Necesito una gigante de al menos cinco metros de altura».

El andar y el ruido de las ruedas sobre la grava le hicieron notar que ya estaban en la plaza. El carrito se detuvo debajo de un árbol y una mano se asomó con una mamadera. Fernando la agarró y se la llevó a la boca. El contacto con la goma y el tener que succionarla le pareció algo extraño, pero después de unos segundos empezó a disfrutarlo. El aire corría cálido, con aroma a pasto recién cortado.

María empezó a mecer el carrito y a cantar con voz baja y temblorosa, que se fue haciendo cada vez más dulce y melodiosa con los sucesivos compases. Un sueño plomizo lo sumergía a Fernando en el confort y la tibieza de su cuna. Miraba a los pájaros saltar de rama en rama, el canto de María de a poco se volvió celestial y un pájaro rosado con destellos anaranjados bajó de la rama de un árbol y se quedó batiendo sus alas con suavidad sobre el carrito. Fernando se sonrió, pero después de unos instantes su sonrisa se desvaneció y su mirada se volvió incrédula cuando el pájaro seguía flotando frente a sus ojos y comenzó a hablar:

—Hijito mío, ya pasó mucho tiempo desde el día del accidente y es hora de que dejes de culparte por mi muerte. Existe un orden mayor, mucho más allá de tu comprensión, por el cual las almas tienen que partir de forma precipitada, y a veces no podemos hacer nada para evitarlo. Tarde o temprano esta esquina volvería a reunirnos. Te extraño hijito...perdón —el pájaro descendió unos centímetros influenciado nuevamente por el peso de la gravedad y salió volando.

Fernando abrió los ojos y vio a María distraída, con el celular en la mano, mientras el carrito se deslizaba para atrás, hacia la calle.

—¡María! —alcanzó a gritar. Ella alzó la vista, se abalanzó sobre él y se escuchó el chirrido agudo de una frenada seguida de un bocinazo y las luces del frente de un colectivo.
Fernando despertó en la cama de un hospital. Tenía la vista algo nublada pero pudo distinguir la silueta de una mujer que se acercó, le dio un beso en la frente y lo dejó solo en la habitación. Se miró las manos de un lado y del otro y notó cierta iridiscencia en el borde de los dedos. Llegó el médico con una enfermera, le dijo algo al oído y ésta apagó los monitores y le saco el suero. Fernando preguntó cuando le iban a dar el alta pero ninguno de los dos le respondió. Odiaba a los médicos. Esperó a que salieran de la habitación, se vistió y se fue del hospital.

Cuando llegó a su casa la luz de la cocina estaba encendida. Un aroma a comida dulce, especiado y vaporoso le resultó familiar.
—María ¿sos vos?
Nadie respondió. Avanzó unos pasos y el olor se hizo mas intenso y definido. Un aluvión de recuerdos se precipitó sobre el. Se acercó hasta el umbral de la puerta y ahí estaba, revolviendo una olla con una cuchara de madera, con su vestido floreado, el pelo negro, largo y lacio, tal como él la recordaba; ella notó su presencia, se dio vuelta, lo miró con un sonrisa y con tono maternal le dijo: “hijito, te estaba esperando. ¿por qué te tardaste tanto? Perdón que no te desperté a tiempo, a veces no podemos  hacer nada para evitarlo. Te preparé tu comida preferida, sentate, ahora ya nada va a volver a separarnos”.
Onaikul

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