jueves, 11 de mayo de 2017

La alfombra mágica

1


Santiago se despertó en mitad de la noche, sudoroso y agitado. Le quedaban seis meses de vida, a lo sumo un año. Y aunque sabía que los médicos solían equivocarse, en el estado en el que el estaba, no podía ser por mucho. Daba vueltas en la cama y repasaba una y mil veces la lista de cosas para hacer antes de que la energía lo abandonase. Las ordenaba por prioridad y se lamentaba profundamente por cada minuto desperdiciado; pero no por los de ocio o actividades sin sentido, sino por aquellas que detestaba y había hecho pensando en un futuro que nunca llegaría para el. El solo hecho de pensar que la muerte vendría de forma precipitada, agónica y dolorosa lo llenaba de terror, pero un pensamiento acudió en su auxilio y recordó que su terapeuta le había comentado acerca de un psicólogo chamán que usaba plantas sagradas en pacientes terminales para 'ayudarlos a transitar mejor la experiencia'.


Era sábado por la noche, el living de su casa tenuemente iluminado por el reflejo oscilante de unas velas, olía a sándalo y vainilla de un sahumerio que Paula, su mejor amiga, apagó después de unos segundos. De fondo, se escuchaba una dulce melodía salida del sitar de Ravi Shankar. Paula llenó la pipa con agua y la cargó con unas hojitas secas. Con un chasquido prendió un encendedor catalítico. «El salvinorin gasifica por encima de los 500 ºC -les había explicado el chamán-, de otro modo se quemaría sin aprovecharlo». Le acercó la pipa a la boca e hizo arder la salvia.


Santiago aspiró y el humo pasó por el agua hasta perderse en su boca. Contuvo veinte segundos y exhaló un vapor blanco que se disipó como una bocanada de aire en un día invernal. Paula prendió de nuevo el encendedor, la punta azul de la llama reavivó la salvia. Santiago inhaló. Esta vez el humo lo hizo toser y le salió por la nariz. «Dale, una más -le dijo Paula y le acercó la pipa-, aguantala, maricón». Santiago aspiró profundo hasta hacer crepitar las brasas, cerró lentamente los ojos y su cuerpo se desplomó sobre unos almohadones en la alfombra. A los pocos segundos, algo perturbado y todavía sorprendido, podía ver desde el techo de la habitación cómo Paula abrigaba su cuerpo con una manta.


La mañana del domingo se presentó fría y de matiz otoñal. Santiago preparaba el desayuno mientras escuchaba algo de música en la radio. Las palabras de su terapeuta le vinieron a la cabeza, empezaba a entender lo de transitar mejor la experiencia. La noche anterior había viajado a través del tiempo en una alfombra mágica por lugares asombrosos. Alguien lo guiaba y le iba mostrando, desde una perspectiva superior, aquello que necesitaba ver para resolver sus conflictos internos. «Una instancia de él mismo en un nivel más elevado», le explicó más tarde su psicólogo. No obstante se preguntaba si no había sido todo producto de su imaginación. Podía ser, pero ¿cómo había podido verse a sí mismo y a Paula desde el techo de la habitación? Quizás había sido un recuerdo de alguna película proyectado en su mente, sin embargo había sido todo muy real y la sola idea de creer que había experimentado la existencia de la conciencia mas allá de los límites de su cuerpo físico lo llenaba de esperanza.


La radio se empezó a escuchar con interferencias y Santiago recordó su paso por la escuela técnica, cuando le explicaban cómo los campos electromagnéticos producidos por los motores eléctricos y otros fenómenos meteorológicos afectaban las señales de radio. Quedó con la mirada perdida unos instantes y una idea lo atravesó y lo dejó con la piel de gallina. Fue a buscar la caja de herramientas y un organizador de componentes electrónicos y después de un rato de trabajo tenía una versión modificada de la radio, de la que ahora salía una luz de led por la parte superior. La encendió pero ahora no emitía sonido, la acercó al motor de la heladera pero no pasó nada. Hizo unos ajustes, y al acercarla de nuevo, esta vez el led se encendió. Una oleada de felicidad lo inundó y le dibujó una sonrisa como de quien descubre un gran secreto. Esperó unos minutos a que se apagara el motor de la heladera, e instantaneamente  se apagó también el led de la radio, era la confirmación que necesitaba.


Santiago agarró el celular y le escribió a Paula. Le pidió si podía venir a su casa para repetir la experiencia con la salvia y probar algo. Paula lo acusó de drogón y le contó que estaba deprimida, que al otro día tenía que ir a la oficina y no quería trabajar más; que estaba podrida de hacer siempre lo mismo. Santiago intentó animarla y le dijo que todos los domingos se sentía igual, que después arrancaba la semana y se le pasaba. Y le insistió para que fuese, que lo de él iban a ser unos minutos y después podían cenar mientras pensaban en algo para no trabajar más, que por lo pronto lo único que se le ocurría era empezar a jugar a la lotería y la necesitaba para elegir los números. Paula se imaginó millonaria viajando por el mundo y eso le cambió un poco el estado de ánimo, lo suficiente para aceptar la invitación.


2


El setting del living era el mismo que la vez anterior: velas, unas trazas de sahumerio y el sitar de Ravi Shankar. Santiago prendió la radio con el led, la dejó sobre la mesa y se sentó sobre la alfombra. Paula le acercó la pipa y, después de 3 pitadas profundas, cerró los ojos y se recostó. Santiago le había pedido que vigilara si se prendía el led, que iba a intentar encenderlo causando una interferencia. Paula se puso a leer. Como la habitación estaba en penumbras, si algo se iluminaba (cosa que no iba a pasar), ella igual lo iba a ver.


Estaba leyendo La zona muerta de Stephen King, en donde Johnny Smith había despertado de un coma después de 5 años con el don de la clarividencia. Había tocado el brazo de una enfermera y tenido una visión en la que se le incendiaba la casa. Mientras Paula leía, hubo un destello en la habitación, miró el led pero estaba apagado, las llamas de las velas ondulaban con intensidad, cerró la puerta de la cocina y siguió leyendo. En el libro la enfermera había llamado a su vecino para que se fije si su casa estaba en orden, el vecino se asomó y le dijo que unas llamas salían por la ventana de la cocina. Paula vio un resplandor por el rabillo del ojo, alzó la vista, y el led parpadeaba tenue e intermitente en medio de la penumbra.


Santiago flotaba en la alfombra mágica. Paula bajaba de un BMW, usaba lentes de sol, unos jeans rotos, y cargaba un bolso de cuero negro. Caminó por un sendero pedregoso, arbolado a un lado y tapizado de un verde pulcramente cuidado al otro. Se detuvo y se sentó en el pasto, «pensé en traerte flores, pero se que no te gusta». Buscó algo en el bolso y sacó una foto de ellos dos sonriendo en plaza Francia, «mirá, ¿te acordás?», y la acomodó entre el mármol y la placa de bronce en que se leía: ‘Santiago Gomez Argüello - 1976 - 2014‘. El led se apagó.


3


Para la llegada de la primavera, Santiago estaba internado en terapia intensiva. Su extrema delgadez y la piel traslúcida le acentuaban las venas azules de la cabeza y de las manos. Su respiración era pesada y sonora; y su mirada, etérea. Paula dio media vuelta para agarrar un juguito de la bandeja del almuerzo y con los ojos cerrados respiró hondo disimuladamente, «Tenés que ser fuerte» se dijo. Le acercó la bombilla a la boca, Santiago tomó un sorbo y se aclaró la garganta:


-¿Y, amiguita, cómo andás? -le preguntó casi en susurros.
-Mejor que vos seguro -le dijo ella sonriendo-, aunque mañana es lunes y me quiero matar, ¿te dije que no quiero trabajar más? -y los dos se rieron tratando de evitar el momento.
-¿Pero jugaste a la lotería, tonta?.
-No, si al final nunca elegimos los números, pero lo voy a hacer te lo prometo, ¿que números te gustan?
-Mmm, no sé, dejámelo pensar, después te digo, ¿si?
-Dale, pero no te olvides, sino voy a tener que trabajar toda la vida. ¿Y ese aparato? - le preguntó Paula refiriéndose a una tabla de madera que tenía atornillada muchas cajitas con números y letras.
-Es una ouija electrónica. ¿Te acordás de la radio con el led?
-Si claro, como olvidarme, casi me infarto, aunque después me quedó la duda si no fue una joda tuya. Fue una joda ¿no?
-No, para nada -le dijo él sonriendo. Pero Paula nunca sabía cuando hablaba en serio. -Bueno, ese aparato es lo mismo. Tiene un circuito como la radio por cada letra y número, pero más sensible. Y el display que tiene adelante los muestra en orden cuando apretás el botón.
-Paula no pudo aguantar las risas -¿y pensás fumar salvia acá?.
-No, algo mucho mejor -le dijo él entrecerrando los ojos con aire misterioso-, digamos que es para mi último viaje, ¿entendés?
-Si claro, como no. Para tu última broma querrás decir. Tratá de embaucar a una enfermera esta vez ¿si? - y los dos se volvieron a reir.  


4


En la habitación del hospital, la cama de Santiago estaba vacía. Apenas unos pocos días atrás lo había visto tan bien que tuvo la esperanza de que se iba a recuperar. «Es el canto del cisne -le dijo una enfermera-, lo llaman así por el canto que hacen los cisnes justo antes de morir. Es ese momento en que la enfermedad se retira y deja que la persona pueda despedirse de sus seres queridos». Santiago no paró de hablar, de hacer chistes y de reírse, era su forma de decir adiós, la manera en que quería ser recordado, pensó.


Paula se puso a juntar sus cosas en una caja. No eran muchas, pero alguien tenía que pasar a buscarlas, Santiago era hijo único y sus padres ya habían fallecido. En una mesita había un portaretratos con la foto de ellos dos sonriendo en plaza Francia. La sostuvo contra su pecho y le dio un beso antes de guardarla en la caja. La angustia la embargó hasta las lágrimas. Agarró algo de ropa, levantó una campera, y debajo estaba la ouija. Estaba apagada, tenía un botón rojo al lado del display con una leyenda escrita en marcador que decía ‘Push the button’. Paula pulsó el botón, el display se encendió y una serie de caracteres ilegibles fue alternando por varios segundos hasta detenerse uno a uno en una secuencia de números y letras. l048172t632o. Esto le devolvió una sonrisa melancólica, Santiago y sus inventos, pensó y guardó la ouija en la caja.


Ordenando la ropa de Santiago en su casa para darla a donación empezó a evaluar la posibilidad de que se estuviese perdiendo el último mensaje de su amigo. Tantas horas de libros de misterio, crucigramas y sudokus de algo le tenían que servir. Se preparó un té,  agarró lápiz y papel y se puso a descifrar la secuencia. Le asignó letras a los números pero no tenían sentido. Pensó que podía ser un número de teléfono: 048 era la característica de Polonia, pero faltaban números. Googleó la secuencia entera y no apareció nada. Quizo probar con coordenadas geográficas, abrió Google Maps, suspiró y pensó lo bien que le vendrían unas vacaciones en la playa. En ese momento, un frío le recorrió la espalda erizándole hasta el último vello de su cuerpo. «Hijo de puta, no puede ser». Garabateó algo en el papel y se puso a reir, «no puede ser» se repetía mientras se tapaba la boca con una mano y miraba el papel «no puede ser».
Ni bien logró serenarse salió a la calle apurada, entró en un negocio y le dio al señor que atendía un papelito en donde se leía: “0, 4, 8, 17, 26, 32. Loto” .


5


Después de acomodar la foto del portarretratos en la lápida de Santiago, Paula recordó esa tarde en plaza Francia. Estaban tirados en el pasto escuchando a un hombre de boina y bigotes que hacía covers de los beatles. Santiago le había contado que quería dejar todo y viajar, dedicarse a conocer el mundo, pero no de turista, quería quedarse en cada lugar el tiempo necesario para conocerlo, sin apuro, sin fechas, fundirse en el tiempo; trabajar y juntar plata para el próximo destino. En eso un chico se acercó y les ofreció un librito de poemas escrito por él, se lo compraron y le pidieron que les sacase una foto. «Sonrían -les dijo-, como si no hubiese un mañana».

Paula caminó hasta el auto y dejó el bolso en el asiento de atrás. Encendió el motor y marcó el aeropuerto en el GPS. Prendió la radio y después de una breve interferencia, el dial se ajustó: sonaba el sitar de Ravi Shankar.

Onaikul

martes, 28 de febrero de 2017

El Paseo


(Tema recomendado para esta lectura) - 1 -

El paso del tiempo y los años de terapia no habían impedido que el vacío que Fernando sentía en su pecho se expandiese como una galaxia en el universo de su ser.

Sentado en su banquito de madera en las penumbras del garaje de su casa, esparció un poco de limpia metales sobre una franela, lustró minuciosamente cada uno de los rayos y llantas de las ruedas y se quedó mirando una foto en blanco y negro pegada en un calendario sobre el 28 de febrero. Mostraba a una mujer sonriente, con un vestido floreado, de pelo negro, largo y lacio; sostenía un carrito de bebé.

Apoyó una esponja en la boca de un frasco de silicona, lo inclinó levemente y dejó que se embebiese casi por completo; con la precisión de un artista recorrió cada milímetro del canto de las cubiertas. Sobre la mesa de trabajo descansaba un enorme moisés de mimbre pintado de blanco que Fernando había mandado a hacer a medida. Lo tomó con las dos manos, lo acomodó en una base de caño cromada y lo fijó con correas de cuero. Entraba perfecto. Miró la hora, buscó un contacto en su celular y llamó.
—María, buenas noches, espero no haberla despertado pero quería confirmar lo de mañana; a las nueve, ¿si?
—Sí, señor Fernando, a las nueve estoy por ahí. ¿Usted está seguro que quiere que yo haga esto?, ¿a esta edad, le parece?
—Sí, María, por favor. Usted sabe lo importante que es esto para mí.
—Está bien, señor Fernando, como usted diga. A las nueve estoy por ahí, entonces.
—Gracias, María, que descanses, un beso.
Ese sábado Fernando se despertó con la salida del sol y ya no pudo dormir más. Se duchó, se afeitó, preparó una mamadera y la dejó sumergida por la mitad en un hervidor con agua caliente. Fue hasta el garage, le dio una última repasada al cochecito con la franela y volvió al comedor en donde se quedó sentado un largo rato mirando alternadamente la hora y la puerta. Finalmente vio la silueta de María a través del vidrio, se levantó y le abrió antes de que tocase el timbre.
—Venga, María, pase, ¿cómo está? —María hizo un gesto de asentimiento cerrando los ojos y apretando los labios.
—Acá está el baño, pase. Póngase esto —le dijo y le dio un vestido con estampado de flores y una peluca.
—La espero en el garage, cámbiese tranquila —agregó mientras señalaba la puerta al final del pasillo.
Fernando caminaba de un lado a otro hasta que María atravesó la puerta. Al verla se dio cuenta que el vestido le quedaba apretado y que ella se sentía incómoda. Le queda hermoso, le dijo; se acercó y le acomodó la peluca que le llegaba casi hasta la cintura.
—Acá está la mamadera para cuando llegue a la plaza, ¿sí?
—Sí, señor Fernando, como usted diga.
—Por favor, no se olvides de las canciones y de mecer el cochecito, ¿si? —María asintió.
—Y no se pare por la calle a conversar con los curiosos, ¿quiere?
—Sí, señor Fernando, como a usted le parezca.
—Y por último, présteme atención. Tenga mucho cuidado al cruzar la calle de la esquina de la iglesia ¿si?
—Claro, Señor Fernando, voy a tener cuidado. ¿Quiere que le cruce por la otra esquina mejor ?
—No, María, tiene que ser ésa.
—Sí, Señor Fernando, como usted diga.
Fernando la abrazó, le dio un beso y mirándola a los ojos le dijo: 'Gracias, María'. Se puso unos lentes de sol y con la ayuda del banco de madera se subió al cochecito, se tapó a la altura de la boca y con voz aniñada le dijo: 'Vamos a pasear’.

2

Pasó un rato buscando una posición que le resultase cómoda. Si bien había mandado a hacer el moisés a medida, su metro ochenta y cinco le impedían estar estirado. Una vez en posición, intentó adivinar por dónde iban y le pareció un juego encantador, aunque no pudiese descifrarlo. El traqueteo arrullador del carrito por la vereda, los sonidos de la calle y las siluetas de los árboles que recortaban el cielo intermitente lo transportaron a su más temprana infancia; se preguntó cómo sería haber ido en brazos de su mamá y se quedó pensando en cómo podría recrear esa experiencia. «Necesito una gigante de al menos cinco metros de altura».

El andar y el ruido de las ruedas sobre la grava le hicieron notar que ya estaban en la plaza. El carrito se detuvo debajo de un árbol y una mano se asomó con una mamadera. Fernando la agarró y se la llevó a la boca. El contacto con la goma y el tener que succionarla le pareció algo extraño, pero después de unos segundos empezó a disfrutarlo. El aire corría cálido, con aroma a pasto recién cortado.

María empezó a mecer el carrito y a cantar con voz baja y temblorosa, que se fue haciendo cada vez más dulce y melodiosa con los sucesivos compases. Un sueño plomizo lo sumergía a Fernando en el confort y la tibieza de su cuna. Miraba a los pájaros saltar de rama en rama, el canto de María de a poco se volvió celestial y un pájaro rosado con destellos anaranjados bajó de la rama de un árbol y se quedó batiendo sus alas con suavidad sobre el carrito. Fernando se sonrió, pero después de unos instantes su sonrisa se desvaneció y su mirada se volvió incrédula cuando el pájaro seguía flotando frente a sus ojos y comenzó a hablar:

—Hijito mío, ya pasó mucho tiempo desde el día del accidente y es hora de que dejes de culparte por mi muerte. Existe un orden mayor, mucho más allá de tu comprensión, por el cual las almas tienen que partir de forma precipitada, y a veces no podemos hacer nada para evitarlo. Tarde o temprano esta esquina volvería a reunirnos. Te extraño hijito...perdón —el pájaro descendió unos centímetros influenciado nuevamente por el peso de la gravedad y salió volando.

Fernando abrió los ojos y vio a María distraída, con el celular en la mano, mientras el carrito se deslizaba para atrás, hacia la calle.

—¡María! —alcanzó a gritar. Ella alzó la vista, se abalanzó sobre él y se escuchó el chirrido agudo de una frenada seguida de un bocinazo y las luces del frente de un colectivo.
Fernando despertó en la cama de un hospital. Tenía la vista algo nublada pero pudo distinguir la silueta de una mujer que se acercó, le dio un beso en la frente y lo dejó solo en la habitación. Se miró las manos de un lado y del otro y notó cierta iridiscencia en el borde de los dedos. Llegó el médico con una enfermera, le dijo algo al oído y ésta apagó los monitores y le saco el suero. Fernando preguntó cuando le iban a dar el alta pero ninguno de los dos le respondió. Odiaba a los médicos. Esperó a que salieran de la habitación, se vistió y se fue del hospital.

Cuando llegó a su casa la luz de la cocina estaba encendida. Un aroma a comida dulce, especiado y vaporoso le resultó familiar.
—María ¿sos vos?
Nadie respondió. Avanzó unos pasos y el olor se hizo mas intenso y definido. Un aluvión de recuerdos se precipitó sobre el. Se acercó hasta el umbral de la puerta y ahí estaba, revolviendo una olla con una cuchara de madera, con su vestido floreado, el pelo negro, largo y lacio, tal como él la recordaba; ella notó su presencia, se dio vuelta, lo miró con un sonrisa y con tono maternal le dijo: “hijito, te estaba esperando. ¿por qué te tardaste tanto? Perdón que no te desperté a tiempo, a veces no podemos  hacer nada para evitarlo. Te preparé tu comida preferida, sentate, ahora ya nada va a volver a separarnos”.
Onaikul