Era un día primaveral, de esos que hacen que uno se sienta floreciente,
acorde al resto de la naturaleza, en apariencia un día igual a cualquier otro, y
comenzaba con una elección simple, tomar el colectivo o tomar el subte para ir
al trabajo. El colectivo tenía un recorrido agradable y me garantizaba ir
sentado, cómodo para leer, pero también tardaba unos minutos más, miré el
reloj, no sobraba tiempo y ya había pasado la hora pico, mismo motivo por el
que en el subte debería viajar tranquilo.
A veces me detengo a pensar en que cosas en un día son realmente significativas
en el contexto de una vida, y me doy cuenta que pueden pasar muchos días,
semanas, meses e inclusive años sin que nada trascendente suceda. Me refiero al
tipo de cosas que vas a recordar después de muchos años, aquellas que pueden
cambiarte el rumbo aunque sea un par de grados; el resto de los sucesos cotidianos
considero que simplemente hacen que uno avance en la dirección en la que ya se
encuentra. Sin embargo, ese día, en apariencia normal, mi rumbo cambió.
Saco plata del bolsillo, empiezo a contar los billetes y monedas y a hacer
cuentas mentalmente mientras hago la cola, llega mi turno y le pido 12 boletos,
- en cartoncitos de uno por favor -, - veintisiete con cincuenta - me dice, le
doy siete con cincuenta, hago una pausa, le doy otros diez, hago otra pausa mas
grande, y el tipo me mira, - que ? - le digo – si ustedes lo hacen,
porque yo no? -, - nosotros somos los inventores pibe - me dice; me río, y le
doy los otros diez, - siempre pensé que fueron los taxistas – le suelto y
me voy para los molinetes.
Le hago una marquita en la esquina con una birome a mi boleto y comienzo
mi experimento social, una aplicación sin sentido de lo que llaman ‘La teoría
de las ventanas rotas’, que dice que si en un barrio, el frente de una fabrica
tiene algunas ventanas rotas, es más probable que alguien arroje una piedra
para romper otro vidrio, que si están todos sanos, teoría que aplico el Alcalde
Rudy Juliani en Nueva York para imponer el orden en
la ciudad comenzando por los pequeños detalles. Paso mi ticket y lo
dejo apoyado en el espacio entre molinete y molinete, ahí nomas de donde sale
la tarjeta.
El subte es uno de los pocos lugares en donde se pierde por completo el
respeto, no importa si hay mujeres, si hay chicos o gente mayor, cuando las
puertas se abren todos tratan de entrar primero, es una de esas cosas que uno
no quisiese hacer pero si no lo hacés te quedas afuera o simplemente parado.
Hoy tuve suerte, la puerta se abre delante mío y tengo una fracción de
segundo para ir a donde quiero sentarme, la gente se acomoda como si fuese agua
que entra por las otras puertas. Los asientos en los que menos contacto físico
tengo con otras personas sin dudas son los de las puntas, pero también son lo
que más probabilidades tienen de que los tenga que ceder si sube alguna
viejita, embarazada, o madre con niño en brazo. Y no es que no sea de los que
seden los asientos, pero el viaje y el día van a ser largos y quiero ir
leyendo. Por suerte hay un asiento en el medio de la fila que tiene un caño
vertical para agarrarse y separa un asiento de otro, así que reúne las
condiciones de menor contacto humano y menor probabilidad de tener que cederlo.
Cuento las ventanas, la misma cantidad de siempre, por algún motivo siento un
pequeño alivio, pero por las dudas las vuelvo a contar.
Se cierran las puertas y el subte comienza a andar, hago un breve paneo
y me doy cuenta que le daría a casi todas las mujeres que hay en el vagón, me
asombra notar que conforme avanza mi edad, más se extienden mis horizontes;
recuerdo con ternura a un tío explicarme algo acerca de la belleza de la
juventud, cuando me señalaba chicas jóvenes poco agraciadas; ahora lo entiendo,
y pienso que es un factor más, de mi cada vez más amplio espectro.
Ni bien arrancamos comienza el shopping ambulante; debo confesar que
tengo un cajón, el que va dos por debajo de los cubiertos, repleto de cosas compradas
en el subte, linternas a led, a dinamo, tijeras, kit
de costura, lapiceras y resaltadores, stickers,
revistas de recetas, anotadores y un sinfín de otras cosas imprescindibles: soy
una especie de shopaholic del subte, no puedo decir
que no, algunos artículos los tengo más de una vez, como la linterna de leds, una para la caja de herramientas, otra para el cajón,
otra para el auto y en algunos casos compro para regalar.
Siempre tuve cierta fascinación por los vendedores ambulantes; recuerdo
con nostalgia los vendedores ambulantes de los colectivos, en épocas en que los
colectiveros todavía cortaban boletos de colores y cobraran al mismo tiempo que
manejaban, tenían toda una performance armada, iban de camisa y corbata, y
siempre ‘como si esto fuera poco’, y ‘a modo de regalo por tratarse de una
verdadera oferta’ seguían sumando artículos ‘para la cartera de la dama, el
bolsillo del caballero’ y todo esto ‘por un módica suma’, simplemente geniales.
Ahora se perdió un poco esa magia, pero igual sigo admirándolos, no debe
ser fácil pararse ahí por primera vez, supongo que la necesidad los debe haber
llevado a eso, y creo que un poco especulan con que todos creamos eso, basta
hacer números de la recaudación que hacen entre estación y estación,
multiplicarla por ocho horas, por veintidós días para llegar a la conclusión de
que los buenos vendedores ganan mas que muchos de nosotros.
En medio de todo esto, me encuentro fantaseando conmigo mismo como
vendedor ambulante y me descubro hablando mentalmente con la gente, ahí parado,
en medio del pasillo, pienso en que vendería y como lo haría; y caigo en la
realidad que mayormente no es el mejor producto lo que mas vende sino como lo
venden, si suena muy mecánico el filtro de la gente ni lo escucha, si el
vendedor hace alusiones a cosas como drogas o enfermedades al presentarse, o si
son niños, la gente puede sentir pena pero no son los que más venden, sin
embargo hay unos pocos que logran captar la atención de todos sin importar que
ofrezcan.
Se me ocurre algo interesante para ofrecer y empiezo con mi discurso
mental, me siento confiado, seguro y así pasan un par de estaciones. Cuando
termino con mi performance mental aplaudo para mis adentros, sonrió para mí
mismo y me desilusiona el darme cuenta de que eso nunca va a suceder, - por que
no? - me pregunto, - primero no tengo la necesidad -, me respondo, - segundo me
tiemblan las piernas de solo pensarlo, tercero podría verme algún conocido -, y
así una larga lista de argumentos. Pero la idea me provoca, mucho, demasiado
diría, al punto que el corazón se me acelera de solo pensar que lo estoy
evaluando seriamente, lo pienso unos instantes mas, me sonrió nervioso y me
paro, solo me paro y me pongo en medio del largo pasillo, no puedo creer lo que
estoy a punto de hacer; siempre me gusto eso de pensar en hacer algo que te de
miedo, pero algo así ?, no podía empezar por sostenerle la mirada a la chica
que se sienta enfrente hasta que ella la baje primero?, aparentemente no !
El corazón iba a mil por hora, tuve que respirar hondo disimuladamente un
par de veces para bajar la frecuencia cardíaca, un par de personas comenzaban a
mirar que hacía yo ahí parado en medio del pasillo, la visión se volvió
borrosa, los sonidos parecieron atenuarse y lo único que escuchaba eran los
latidos de mi corazón. Una vez escuche a un paracaidista de 93 años respondiendo
que tirarse en paracaídas era como
besar a una mujer por primera vez, así me sentía yo, al borde del abismo, y sin
mas que una amplia sonrisa, simplemente salté.
–Buenos días, como están ?, espero que bien
– al instante pude ver que capté la atención de algunos pocos, –
esta vez no les vengo a vender nada – dije, como si alguna otra vez si lo
hubiese hecho, - esta vez les voy a dar a cada uno de ustedes un regalo muy
especial, que a su vez se lo van a poder regalar a las personas que quieran; a
sus compañeros de trabajo, a sus parejas o a sus hijos -, en ese momento podía
percibir cabezas que se levantaban de sus celulares y sus libros, - un regalo,
que a pesar de regalarlo, van a poder conservar para ustedes mismos – la
gente empezaba a sospechar, ya que solo tenía una mochila pequeña en la espalda
y nadie te regala nada, ni en el subte ni en ningún lado, pero la curiosidad
los podía más, y no tenían a donde ir, - les voy a regalar un cuento -, en ese
momento muchas cabezas volvieron a sus celulares, pero otras tantas
permanecieron alertas. – Esta historia que les voy a contar es verídica y
se le atribuye a Charles Linbergh, el primer hombre
que cruzó solo en avión el océano Atlántico, y cuenta que en su viaje, cuando
ya se encontraba volando en medio de la inmensidad del océano, sintió un ruido
en el avión que provenía de la parte de atrás, un ruido que minutos más tarde pudo
identificar como el sonido de una rata royendo la lona del avión. Por un
momento su miedo lo paralizó de solo pensar que si se hacia un agujero en el
avión no llegaría a destino y se estrellaría en medio del océano, y que si
dejaba los comandos para ir a buscar al roedor, también correría la misma
suerte. Luego de pensar unos instantes, comenzó a subir lentamente con su avión
hasta que el ruido no se escucho más, y termina su relato diciendo ‘cuando las
ratas te acosen, vuela más alto, las ratas no soportan la altura’ -.
Las sonrisas fueron instantáneas y algunas personas
más audaces hasta aplaudieron, ahí fue que rememoré a los viejos vendedores
ambulantes y sentí que tenía que darles algo más – les gustó? –
pregunte, y muchos asintieron con sus cabezas, y sin dudarlo continué – si
me permiten tengo otro pequeño regalo para darles, y en esta oportunidad se
trata de un cuento del Premio Nobel Gabriel García Márquez, y cuenta la
historia de un científico que estaba en su laboratorio tratando de resolver los
problemas del mundo, y como su hijo no paraba de molestarlo, tomó una revista
donde había una imagen de la tierra, la corto en pedacitos, se los dio junto
con un rollo de cinta adhesiva y le pidió que vuelva cuando hubiese terminado
de arreglar la imagen; confiando en que le llevaría toda la tarde. Tamaña fue
su sorpresa cuando al cabo de unos pocos minutos el chico volvió con la figura
armada correctamente y al preguntarle el padre como había hecho, este le
respondió – papá, yo no se nada acerca del mundo, pero detrás del mundo
había un hombre, y al hombre si lo conozco, y me di cuenta que si arreglaba al
hombre, arreglaba al mundo – .
Esta vez, las sonrisas fueron aun mayores y casi
todos aplaudieron, la reacción de la gente fue automática y empezaron a sacar
monedas y billetes para darme, no era mi idea en lo más mínimo, ni siquiera
sabía cuál era mi idea, pero sentía que la gente me quería agradecer de alguna
manera así que abrí mi mochila y empecé a pasar, saludando uno por uno, no lo
podía creer, había sido increíble, me sentí una estrella por unos segundos,
pero volví a la realidad, y volvió la timidez, tenía que salir ya de ahí; recorrí
todo el vagón y los segundos hasta que llego la próxima estación fueron
eternos. Salí del tren aunque no hubiese llegado a mi estación, me senté en un
banco unos minutos y después fui a trabajar.
Ese día estuve todo el día repasando en mi cabeza lo
que había hecho esa mañana y no podía creerlo, me sentía increíble al respecto,
pero no tenía idea que había pasado y como me podía servir eso que había hecho.
Al volver a mi casa ese día, en la estación de subte
pase por los molinetes y ahí estaba, mi experimento social había funcionado,
ahí estaba mi boleto con su marca rodeado de muchos otros, la gente al ver que
ahí ‘se podía dejar el boleto’ había dejado el suyo, la teoría de las ventanas
rotas funcionaba, agarre los boletos los tire a la basura y me fui a casa.