viernes, 12 de julio de 2013

La cartera de la dama, el bolsillo del caballero



Era un día primaveral, de esos que hacen que uno se sienta floreciente, acorde al resto de la naturaleza, en apariencia un día igual a cualquier otro, y comenzaba con una elección simple, tomar el colectivo o tomar el subte para ir al trabajo. El colectivo tenía un recorrido agradable y me garantizaba ir sentado, cómodo para leer, pero también tardaba unos minutos más, miré el reloj, no sobraba tiempo y ya había pasado la hora pico, mismo motivo por el que en el subte debería viajar tranquilo.

A veces me detengo a pensar en que cosas en un día son realmente significativas en el contexto de una vida, y me doy cuenta que pueden pasar muchos días, semanas, meses e inclusive años sin que nada trascendente suceda. Me refiero al tipo de cosas que vas a recordar después de muchos años, aquellas que pueden cambiarte el rumbo aunque sea un par de grados; el resto de los sucesos cotidianos considero que simplemente hacen que uno avance en la dirección en la que ya se encuentra. Sin embargo, ese día, en apariencia normal, mi rumbo cambió.

Saco plata del bolsillo, empiezo a contar los billetes y monedas y a hacer cuentas mentalmente mientras hago la cola, llega mi turno y le pido 12 boletos, - en cartoncitos de uno por favor -, - veintisiete con cincuenta - me dice, le doy siete con cincuenta, hago una pausa, le doy otros diez, hago otra pausa mas grande, y el tipo me mira, - que ? - le digo – si ustedes lo hacen, porque yo no? -, - nosotros somos los inventores pibe - me dice; me río, y le doy los otros diez, - siempre pensé que fueron los taxistas – le suelto y me voy para los molinetes.

Le hago una marquita en la esquina con una birome a mi boleto y comienzo mi experimento social, una aplicación sin sentido de lo que llaman ‘La teoría de las ventanas rotas’, que dice que si en un barrio, el frente de una fabrica tiene algunas ventanas rotas, es más probable que alguien arroje una piedra para romper otro vidrio, que si están todos sanos, teoría que aplico el Alcalde Rudy Juliani en Nueva York para imponer el orden en la ciudad comenzando por los pequeños detalles. Paso mi ticket y lo dejo apoyado en el espacio entre molinete y molinete, ahí nomas de donde sale la tarjeta.

El subte es uno de los pocos lugares en donde se pierde por completo el respeto, no importa si hay mujeres, si hay chicos o gente mayor, cuando las puertas se abren todos tratan de entrar primero, es una de esas cosas que uno no quisiese hacer pero si no lo hacés te quedas afuera o simplemente parado.

Hoy tuve suerte, la puerta se abre delante mío y tengo una fracción de segundo para ir a donde quiero sentarme, la gente se acomoda como si fuese agua que entra por las otras puertas. Los asientos en los que menos contacto físico tengo con otras personas sin dudas son los de las puntas, pero también son lo que más probabilidades tienen de que los tenga que ceder si sube alguna viejita, embarazada, o madre con niño en brazo. Y no es que no sea de los que seden los asientos, pero el viaje y el día van a ser largos y quiero ir leyendo. Por suerte hay un asiento en el medio de la fila que tiene un caño vertical para agarrarse y separa un asiento de otro, así que reúne las condiciones de menor contacto humano y menor probabilidad de tener que cederlo. Cuento las ventanas, la misma cantidad de siempre, por algún motivo siento un pequeño alivio, pero por las dudas las vuelvo a contar.

Se cierran las puertas y el subte comienza a andar, hago un breve paneo y me doy cuenta que le daría a casi todas las mujeres que hay en el vagón, me asombra notar que conforme avanza mi edad, más se extienden mis horizontes; recuerdo con ternura a un tío explicarme algo acerca de la belleza de la juventud, cuando me señalaba chicas jóvenes poco agraciadas; ahora lo entiendo, y pienso que es un factor más, de mi cada vez más amplio espectro.

Ni bien arrancamos comienza el shopping ambulante; debo confesar que tengo un cajón, el que va dos por debajo de los cubiertos, repleto de cosas compradas en el subte, linternas a led, a dinamo, tijeras, kit de costura, lapiceras y resaltadores, stickers, revistas de recetas, anotadores y un sinfín de otras cosas imprescindibles: soy una especie de shopaholic del subte, no puedo decir que no, algunos artículos los tengo más de una vez, como la linterna de leds, una para la caja de herramientas, otra para el cajón, otra para el auto y en algunos casos compro para regalar.

Siempre tuve cierta fascinación por los vendedores ambulantes; recuerdo con nostalgia los vendedores ambulantes de los colectivos, en épocas en que los colectiveros todavía cortaban boletos de colores y cobraran al mismo tiempo que manejaban, tenían toda una performance armada, iban de camisa y corbata, y siempre ‘como si esto fuera poco’, y ‘a modo de regalo por tratarse de una verdadera oferta’ seguían sumando artículos ‘para la cartera de la dama, el bolsillo del caballero’ y todo esto ‘por un módica suma’, simplemente geniales.

Ahora se perdió un poco esa magia, pero igual sigo admirándolos, no debe ser fácil pararse ahí por primera vez, supongo que la necesidad los debe haber llevado a eso, y creo que un poco especulan con que todos creamos eso, basta hacer números de la recaudación que hacen entre estación y estación, multiplicarla por ocho horas, por veintidós días para llegar a la conclusión de que los buenos vendedores ganan mas que muchos de nosotros.

En medio de todo esto, me encuentro fantaseando conmigo mismo como vendedor ambulante y me descubro hablando mentalmente con la gente, ahí parado, en medio del pasillo, pienso en que vendería y como lo haría; y caigo en la realidad que mayormente no es el mejor producto lo que mas vende sino como lo venden, si suena muy mecánico el filtro de la gente ni lo escucha, si el vendedor hace alusiones a cosas como drogas o enfermedades al presentarse, o si son niños, la gente puede sentir pena pero no son los que más venden, sin embargo hay unos pocos que logran captar la atención de todos sin importar que ofrezcan.

Se me ocurre algo interesante para ofrecer y empiezo con mi discurso mental, me siento confiado, seguro y así pasan un par de estaciones. Cuando termino con mi performance mental aplaudo para mis adentros, sonrió para mí mismo y me desilusiona el darme cuenta de que eso nunca va a suceder, - por que no? - me pregunto, - primero no tengo la necesidad -, me respondo, - segundo me tiemblan las piernas de solo pensarlo, tercero podría verme algún conocido -, y así una larga lista de argumentos. Pero la idea me provoca, mucho, demasiado diría, al punto que el corazón se me acelera de solo pensar que lo estoy evaluando seriamente, lo pienso unos instantes mas, me sonrió nervioso y me paro, solo me paro y me pongo en medio del largo pasillo, no puedo creer lo que estoy a punto de hacer; siempre me gusto eso de pensar en hacer algo que te de miedo, pero algo así ?, no podía empezar por sostenerle la mirada a la chica que se sienta enfrente hasta que ella la baje primero?, aparentemente no !


El corazón iba a mil por hora, tuve que respirar hondo disimuladamente un par de veces para bajar la frecuencia cardíaca, un par de personas comenzaban a mirar que hacía yo ahí parado en medio del pasillo, la visión se volvió borrosa, los sonidos parecieron atenuarse y lo único que escuchaba eran los latidos de mi corazón. Una vez escuche a un paracaidista de 93 años respondiendo que  tirarse en paracaídas era como besar a una mujer por primera vez, así me sentía yo, al borde del abismo, y sin mas que una amplia sonrisa, simplemente salté.

    –Buenos días, como están ?, espero que bien – al instante pude ver que capté la atención de algunos pocos, – esta vez no les vengo a vender nada – dije, como si alguna otra vez si lo hubiese hecho, - esta vez les voy a dar a cada uno de ustedes un regalo muy especial, que a su vez se lo van a poder regalar a las personas que quieran; a sus compañeros de trabajo, a sus parejas o a sus hijos -, en ese momento podía percibir cabezas que se levantaban de sus celulares y sus libros, - un regalo, que a pesar de regalarlo, van a poder conservar para ustedes mismos – la gente empezaba a sospechar, ya que solo tenía una mochila pequeña en la espalda y nadie te regala nada, ni en el subte ni en ningún lado, pero la curiosidad los podía más, y no tenían a donde ir, - les voy a regalar un cuento -, en ese momento muchas cabezas volvieron a sus celulares, pero otras tantas permanecieron alertas. – Esta historia que les voy a contar es verídica y se le atribuye a Charles Linbergh, el primer hombre que cruzó solo en avión el océano Atlántico, y cuenta que en su viaje, cuando ya se encontraba volando en medio de la inmensidad del océano, sintió un ruido en el avión que provenía de la parte de atrás, un ruido que minutos más tarde pudo identificar como el sonido de una rata royendo la lona del avión. Por un momento su miedo lo paralizó de solo pensar que si se hacia un agujero en el avión no llegaría a destino y se estrellaría en medio del océano, y que si dejaba los comandos para ir a buscar al roedor, también correría la misma suerte. Luego de pensar unos instantes, comenzó a subir lentamente con su avión hasta que el ruido no se escucho más, y termina su relato diciendo ‘cuando las ratas te acosen, vuela más alto, las ratas no soportan la altura’ -.

Las sonrisas fueron instantáneas y algunas personas más audaces hasta aplaudieron, ahí fue que rememoré a los viejos vendedores ambulantes y sentí que tenía que darles algo más – les gustó? – pregunte, y muchos asintieron con sus cabezas, y sin dudarlo continué – si me permiten tengo otro pequeño regalo para darles, y en esta oportunidad se trata de un cuento del Premio Nobel Gabriel García Márquez, y cuenta la historia de un científico que estaba en su laboratorio tratando de resolver los problemas del mundo, y como su hijo no paraba de molestarlo, tomó una revista donde había una imagen de la tierra, la corto en pedacitos, se los dio junto con un rollo de cinta adhesiva y le pidió que vuelva cuando hubiese terminado de arreglar la imagen; confiando en que le llevaría toda la tarde. Tamaña fue su sorpresa cuando al cabo de unos pocos minutos el chico volvió con la figura armada correctamente y al preguntarle el padre como había hecho, este le respondió – papá, yo no se nada acerca del mundo, pero detrás del mundo había un hombre, y al hombre si lo conozco, y me di cuenta que si arreglaba al hombre, arreglaba al mundo – .

Esta vez, las sonrisas fueron aun mayores y casi todos aplaudieron, la reacción de la gente fue automática y empezaron a sacar monedas y billetes para darme, no era mi idea en lo más mínimo, ni siquiera sabía cuál era mi idea, pero sentía que la gente me quería agradecer de alguna manera así que abrí mi mochila y empecé a pasar, saludando uno por uno, no lo podía creer, había sido increíble, me sentí una estrella por unos segundos, pero volví a la realidad, y volvió la timidez, tenía que salir ya de ahí; recorrí todo el vagón y los segundos hasta que llego la próxima estación fueron eternos. Salí del tren aunque no hubiese llegado a mi estación, me senté en un banco unos minutos y después fui a trabajar.

Ese día estuve todo el día repasando en mi cabeza lo que había hecho esa mañana y no podía creerlo, me sentía increíble al respecto, pero no tenía idea que había pasado y como me podía servir eso que había hecho.

Al volver a mi casa ese día, en la estación de subte pase por los molinetes y ahí estaba, mi experimento social había funcionado, ahí estaba mi boleto con su marca rodeado de muchos otros, la gente al ver que ahí ‘se podía dejar el boleto’ había dejado el suyo, la teoría de las ventanas rotas funcionaba, agarre los boletos los tire a la basura y me fui a casa.







Onaikul